Parte I
Me llamo Jacinto Astorgaz, tengo casi setenta y dos años y me encuentro al
borde mismo de la jubilación. Doy clases
de literatura contemporánea en la Universidad, no viene al caso que les diga en
cual, y escribo; escribo cada día. Sí, escribo todos y cada uno de los días del
año. Navidades y vacaciones, incluidas. Me gustaría poder decir que la
escritura es mi profesión y las clases son mi afición, pero sucede justo lo
contrario. Prácticamente todas mis publicaciones se han materializado a través
de pequeñas editoriales relacionadas con el medio universitario y han
consistido en ensayos -no demasiado aburridos, confío- sobre la obra de mis
tres escritores favoritos del siglo XIX: Emilia Pardo-Bazán, Juan Valera y José
María Pereda. La única vez que conseguí publicar una novela “Los Delatores de Júpiter”
-en el año 1984, en una editorial de indudable renombre- he de reconocer que el
libro pasó con más pena que gloria dentro de eso que viene a denominarse el
panorama editorial del momento.
Como casi todo escritor -ya les he dicho que es esto lo que me considero
por encima de todo- he aspirado siempre a la fama y la gloria, mas, al llegar cierto
punto de mi vida, justo después del monumental fracaso de “Los Delatores de
Júpiter”, conseguí asumir que una y otra, la fama y la gloria, parecían estarme
-mal que me pesase y por las razones que fuera, unas razones que, sinceramente,
escapaban a mi comprensión- rotundamente vedadas.
Mas como no me resignaba a no aparecer, en un futuro, formando parte de
la historia de nuestra literatura, hará de esto unos veinticinco años ideé una
estrategia para que mi nombre, si no entre los autores consagrados, apareciese,
por lo menos, entre los de los personajes más celebrados de esas obras elegidas
por los eruditos. Y, con este fin, me volqué, en cuerpo y alma, en hacer de mi
vida, ante todo de la atinente a mi actividad académica, una vida novelesca, en
la eventualidad de que mi figura, mi personalidad ¡mi nombre! apareciese en la
obra de alguno de mis alumnos al que los hados del destino, llegasen a distinguir,
en el futuro, con el signo de la maestría o de la popularidad.
Así comencé -y todo esto es sólo a título de ejemplo- a asistir a las
clases con una capa negra forrada de seda roja y a usar monóculo para dirigirme a los
alumnos de las últimas filas. Me preparaba junto con cada lección que debía
impartir, una selección de frases escogidas -siempre de mi propia cosecha, ya
que acostumbran a ser mejores que las de los literatos célebres- que luego
proclamaba, con completa naturalidad, en el curso de mis explicaciones. Hice
denostación pública ¡y rotunda! de escritores tan famosos como Joyce, Kundera,
Nabokov y García Márquez a los que, por aquel entonces, se tenía, en nuestro país,
por el sancta sanctorum de solvencia literaria. E, incluso, llevé algunos días a
clase a una muñeca hinchable, a la que me apeteció denominar Juanita, para
lamentarme ante mis alumnas de estar seguro de que ella iba a hacerle más caso
a mis lecciones de lo que ellas, por lo común, acostumbraban... (continuará).